El carruaje va lento y es mas bajo a diferencia de los demás, este no es jalado por caballos, en cambio, en el baúl de enfrente tiene una máquina que echa humo, eso lo hace avanzar. El carro es negro, parece un ataúd con ruedas. No me gusta, es muy ruidoso. No tiene techo, dicen que los que si lo tienen son mas caros, si embargo a mi Tío, dueño de este carro, le gusta ser observado manejando, por las jovencitas del pueblo.
Mi madre recién enviudó, nos dirigimos a vivir con el tío Pelagio, hermano de mi padre y dueño de la hacienda agrícola, esta se extienden por mas de 50 kilómetros a la redonda, una vez llegando, el chofer estaciona el carro.
Nosotros venimos de un pueblo humilde y no estamos acostumbrados a los lujos ni a los modales. Intenté abrir la puerta del vehículo para ser el primero en saludar al Tío. Mi madre me detuvo en el acto.
- La puerta es asunto del chofer, si la abres le faltas al respeto.
Mi madre se ha preocupado por educarme adecuadamente en los códigos de etiqueta y tengo que hacer lo que ella sugiere.
La primera en bajar es mi tía Alicia, ella es muy agradable y está siempre de buen humor, me cae muy bien, menos cuando me pellizcara en los cachetes al saludar. Siempre viste con atuendos hermosos. Hoy lleva uno blanco y la falda mida casi dos metros de circunferencia, creo.
- Gracias, Jaime. Le dice al chofer mientras sostiene la portezuela del carro.
Mi madre repite lo mismo y cuando es mi turno en bajar, le pregunto por mi tío Pelagio.
Jaime, el chofer, tiene una cara muy estirada y aunque su rostro parezca estar viendo al cielo, sus ojos están al pendiente a todo lo que sucede al su alrededor.
- Salió, señorito, parece que hubo problemas en la capital.
La hacienda es grandísima, el garaje donde se guardó el carro se fusiona con la estancia de la casa la cual está tapizada en azulejo, el suelo está ajedrezado y adornado en la paredes hay estatuas de marfil.
La tía Alicia hace perfumes y toda la casa huele muy río. Tiene un pequeño laboratorio a un lado de la entrada para que el aire distribuya el aroma por cada uno de los rincones de la casa.
Del sillón tomé un cojín que tenía un aroma dulce, cerré los ojos, al abrazarlo sentí como si una nube se paseara por mis brazos, acomodándose anatómicamente a mi figura, me sentía tan agosto que me dieron ganas de acostarme en él. Si el hombre pudiera volar como lo hacen los pájaros, seguro así se sentiría, pensé.
Mis fosas nasales se embriagaron con el aroma, mis partes erógenas se estremecieron, yo solo tenía diez años, pero sentía en cada miembro de mi cuerpo los latidos del corazón.
De un fuerte estruendo azotaron la puerta de la entrada despertándome de mi sueño, era el capataz de la hacienda.
- ¿Ya llegaron? preguntó apresurado.
- Acá estamos, en el laboratorio, pero solo es uno. Contesta la tía Alicia.
Yo aun estaba ensordecido por el violento sonido de la puerta, el carraspeo de los botas en el suelo era peor que una hoja de papel tratando de borrar la tiza en el pizarrón escolar.
El capataz volteó a verme y con voz burlona, tratando de esconder la risa dijo.
- Es muy flaco, pero servirá. Ven acompáñame, te voy a presentar a mi hijo, él también nos ayudará en la montaña.
Volteé a ver a mi madre, ella nunca me dijo que me pondrían a trabajar, mucho menos que la haría de peón.
- Ve acompáñalo, te enseñará a ser útil a la hacienda. Dijo mi madre y con su mano señalando la puerta de salida.
Los oídos aun me chillaban, pero pronto salimos de la hacienda fueron recompensados a través de la vista. Los campos de cultivo eran una gran alfombra de colores. Tal como los sueños de un fotógrafo, pero a diferencias de sus capturas, esta imagen si retenían con fidelidad la estela de colores.
El primer campo estaba sembrado con hortalizas, todas de colores diferentes, pintado de amarillo que se extendía hasta donde la vista alcanza a observar, las parcelas estaban divididas solo por unos surcos de agua.
Yo no era conocedor de lo que ahí se sembraba, pero eran vegetales muy coloridos. Los verdes estaban en todos los tonos, según avanzábamos montados en el caballo, los colores cambiaban. El rojo era un sembradío que lucía en todo su esplendor, parecían borbotones de sangre que crecían de la tierra y contrastaban con la vestimenta blanca y brillante de los peones que cosechaban.
Avanzamos sobre las parcelas y pasamos el glorioso extasis visual para llegar a un pequeño camino pedregoso en medio de dos riscos.
Alrededor de este camino hacía la empinada, había cerca de dos mil sombreros con un fusil cada uno, distribuidos por ambas partes de los riscos, era muchos y estaban escondidos entre las piedras.
El hijo del Capataz, niño como de unos 13 años, muy alto, sin embargo no mas musculoso que yo, me llevó por detrás de uno de los riscos, por un sendero que pasaba por cada uno de los escondites donde estaban instalados los sombreros con los fusiles para amarrar a los perros. Poníamos dos en cada puesto, cada uno tenía por lo menos cinco fusiles apuntando a la vereda.
Una vez que terminamos con los perros, nos fuimos a esconder a la altura media de uno de los riscos, ahora podíamos ver todo a nuestro alrededor. El Capataz llegó con nosotros y nos dio un fusil a cada uno.
- Le explicas, parece que él nunca a disparado uno antes- Dice el Capataz mirando a su hijo.
Tomé el fusil, era magnificente al tacto, agradable, duro, pero resbaloso como si fuera de oro en vez de fierro, el magno de madera, parecían las piernas de una dama que coquetea constante contigo. Mi rostro comenzó a acariciar el arma y yo la observaba fijamente. El Capataz interrumpió.
- ¡Cuidado niño! las armas son como las mujeres; si te enamoras a primera vista, quien te sedujo fue el Diablo y, al igual que ellas, las tienes que manejar con mucho cuidado.
De inmediato me aparté del arma, la mantenía colgada en mi hombro y apuntando al suelo.
Pasó medio día de estar en un solo lugar e inmóviles, a lo lejos se veía una columna continua de polvo que se levantaba por el mismo sitio que se extendía el camino, el Capataz observaba con sus binoculares a los forasteros, se sube en su caballo y se pone en el sendero, en medio del camino.
Una vez que los visitantes llegaron al camino empedrado titubearon para entrar, observaron las paredes de la colina y detuvieron su marcha. El Capataz salió y les preguntó sus intensiones. NO alcanzamos a oír, donde nosotros estábamos era muy lejos y solo se oían los murmullos, a nuestros oídos solo llegaba el zumbido del viento helado que anunciaba que la muerte se transportaba junto los visitantes.
Eran casi 200 mil revolucionarios, todos armados hasta los dientes, venía cada uno en su caballo y en el rostro reflejaban la ira guardada por años de abusos. Mi compañero y yo poníamos atención al líder de los visitantes, pero no se podía oír mucho hasta arriba. El Capataz les dio un papel firmado por él mismo y les dejó libre el paso. Mi compañero volteó a verme.
- Creo que dijo que van a Zacatecas. Volteó a seguir tratando de escuchar.
Los perros no dejaban de ladrar. El Capataz nos hizo señas y los visitantes continuaron con la marcha.
- Son revolucionarios, para ellos somos el enemigo por trabajar en la hacienda, sin embargo, nosotros también queremos que caiga el mal gobierno, así que nos tenemos que defender de ellos y también atacamos a los federales. Me explica el niño.
Una vez que pasó todo el ejército revolucionario, nuestro jefe fue por nosotros para ir a comer; una vez que salimos de la trinchera mi compañero y el Capataz trataron de no reírse de mi, no me había dado cuenta que me había orinado en los pantalones al pensar que iríamos a batalla.
- No te preocupes, a mi me pasa seguido también, es normal. Me dijo mi compañero al mismo tiempo que subía al caballo.
Al regresar a la hacienda mi madre me recibió con un gran abrazo y repetía constantemente.
- Ya eres un hombre. Al verme con el fusil y todo miado.
Después de un merecido baño nos sentamos a la mesa, en ella había el mejor caldo de pollo que he probado en mi vida. cada uno de los ingredientes se manifestaron galopantes en mi paladar, cada cucharada era un suspiro de gratitud por haber salido con vida y por tener la oportunidad de seguir disfrutando de estos detalles.
Al terminar le dije a mi compañero si les íbamos llevar de comer a los atrincherados, él se rió.
- ¿cuales? preguntó. - Los que viste el la colina son señuelos, en la montaña solo estábamos nosotros tres, pero si te decíamos eso desde el principio, capaz de que no solo te hacías pipí.
- ¿Cuantas balas se disparara hoy, Alejandro? Preguntó mi tía Alicia.
- Ninguna, señora. respondió el Capataz. - hice gala de mi talento diplomático para eso, recuerde, señora mía, que la mejor guerra es donde no se percute ninguna bala.
El tío Froilán nunca llegó, parece que se unió al nuevo gobierno constitucionalista y fue uno de los redactores del documento que garantizaría la convivencia de cada uno de los ciudadanos de este País.